Nunca pensé que un puñito tan pequeño pudiera cambiar tanto mi vida.
Recuerdo la sala de partos como si fuera ayer: las luces fuertes, el olor a antiséptico, el sudor en la frente de ella, mis manos sudadas sosteniendo las suyas. Yo, que siempre me consideré fuerte, sereno, controlado… me sentí como un niño asustado frente a algo mucho más grande que yo.
Y entonces lo escuché. Su primer llanto. Agudo, insistente, lleno de vida. Y cuando la enfermera lo envolvió en una manta azul y me lo puso en los brazos, algo dentro de mí se quebró. No de tristeza, sino de emoción. Como si una parte de mi corazón, antes desconocida, hubiera despertado de repente.
Él pesaba poco, pero su presencia lo llenó todo.
Lo miré con detenimiento: los ojitos cerrados, la nariz chata, los labios que buscaban instintivamente algo que no estaban listos para encontrar. Y pensé: Este es mi hijo. Yo soy su papá.
No fue amor a primera vista. Fue algo más profundo: una responsabilidad inmensa, una conexión que no necesitaba palabras. Fue el momento en que entendí que ya no podía vivir solo para mí. Había alguien más. Alguien que me necesitaba. Alguien a quien protegería con todo lo que soy.
Las primeras noches fueron duras. Yo, que antes me quejaba si dormía menos de siete horas, ahora me levantaba cada vez que él lloraba, sin pensar. A veces, mientras lo cargaba en brazos y caminaba de un lado a otro en la penumbra, me preguntaba: ¿Qué hago? ¿Estoy haciendo lo correcto? Pero luego él se calmaba, apoyaba su cabecita en mi hombro, y yo sentía un calor en el pecho que nunca había conocido.
Y entonces, una mañana, mientras lo cambiaba (con torpeza, como siempre), él me miró. No fue una mirada cualquiera. Fue como si, por un segundo, me reconociera. Como si supiera que yo era su refugio. Y irritante. Una sonrisa tímida, apenas un movimiento de labios… pero fue suficiente.
En ese instante, dejó de ser solo un hombre. Me convertí en un padre.
Con el tiempo, aprendió que la paternidad no se trata de ser perfecto. Se trata de estar presente. De levantarse cuando toca, de cantar canciones tontas, de hacer avioncitos con la cuchara del puré, de besar moretones imaginarios, de decir “te amo” aunque él aún no entienda lo que significa.
Se trata de construir un mundo nuevo, uno en el que él pueda crecer seguro, amado, acompañado.
Y aunque a veces me siento inseguro, aunque no tengo todas las respuestas, sé una cosa: cada vez que lo cargo, cada vez que lo veo dormir, cada vez que me agarra el dedo con esa fuerza sorprendente, siento que estoy haciendo algo bien.
Porque ser padre no es nacer con un manual. Es aprender sobre la marcha. Es fallar y volver a intentarlo. Es amar con una intensidad que asusta, pero que también llena.
Es descubrir que, a pesar de todo, eres más fuerte de lo que creías… porque alguien pequeño te necesita fuerte.
Para todos los padres que, en silencio, cargan con amor, con
miedo, con esperanza: esta es su historia. Porque el mundo necesita más que
héroes con capas. Necesita padres que se levanten cada mañana y digan, sin
palabras: “Estoy aquí”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario